Foto de Alexander Krivitskiy (Pexels.com)

Algunas cosas muy extrañas de compaginar estuvieron sucediendo una tras otra. Dentro de un apartamento envuelto en sucio, cajas de mudanza, sillas rotas, periódicos por todas partes, bolsas plásticas azules de Ikea con cosas de cocina. Se mudó allí una amiga a quien apreciaba mucho y no entendía por qué le habían entregado el apartamento en ese estado y tampoco por qué lo aceptó así nomás...

Comenzamos a limpiarlo todo para que pareciera habitable.

Se barría por un lado con una escoba viejísima que encontramos en el patio, no barría bien, por más que lo intentábamos.

Sacamos lo que había en las cajas y no eran de mi amiga sino de mi hija menor.

El ambiente iba quedando cada vez peor. No entendíamos qué pasaba porque limpiábamos, arreglábamos las cosas y no se apreciaba nada, era como si tuviéramos lentes adaptados al desorden.

Llegó un camión de mudanza y salimos a abrir la puerta, mi hija mayor y mi hijo aparecieron de la nada. Alguien sacó de una caja un aparato de sonido de esos antiguos con casetes, se puso música a todo volumen para calmar el desorden tanto de nuestras mentes como del apartamento.

Al rato salimos a cambiarnos mi amiga y yo a otra habitación, ya yo quería irme, estaba agotada y sucia. Me despido de mis tres hijos, debía agarrar el metro, tenía hambre y en el camino me compré un panecillo dulce.

A mi lado corrían varias personas, alegres, gritaba, yo quería entender qué pasaba y una gritó que se había ganado la lotería “El Gordo” de treinta millones de euros.

Todos gritaban a mi alrededor, me uní a ellos como si los conociera y me invitaron a bailar. Me fui con ellos, bailamos hasta el cansancio y de repente siento que alguien me llama, me despierto y estoy vestida con un vestido rojo de volantes y escote hasta la cintura.

No entendí dónde estaba, todos me miraban y escrutaban mi pose, parece que perdí el conocimiento en algún momento y ya no supe de mí más nunca...