1983

La Nada

La Nada

Desde niño había tenido muchas inquietudes, danzaban y gritaban de un lado al otro, revoloteaban en mi mente, sentía innumerables hormigueos pellizcando y rompiendo las entrañas de mi masa encefálica. Después yo lavaba mis pensamientos y ésta volvía a quedar intacta.

Esas inquietudes cada día se hacían más grandes e imperecederas. Cada día sentía la necesidad de moldear todas las esquinas que a mí caminar me abrían paso, luego de mirarlas pasar las veía temerosas, me burlaba de ellas y las dejaba partir.

Otras tantas veces, las atormentaba con frases que envolvían una locura invisible e invencible. No nombro esas frases porque a mí mismo me afectan, me crean espejismos, cuartos oscuros, vidrios húmedos y me inundo de gritos de todas las noches presentes.

Casi siempre en la oscuridad, dentro de todo lo inconcluso, de todo lo inevitable, me posesionaba de lo que a mí alcance había, un parque, una habitación, unos libros, unos árboles, unas fotos, unas esquinas, unas vidas.

Caminaba siempre sin parar, no existía el descanso en mi interior, estaba cada instante muy altivo, muy deseoso, cambiante, excitante. No tropezaba nunca con el mismo camino, pero querían parecerse unos a otros, yo los obligaba a que fueron ellos mismos, únicos en todo el universo. En mi mente siempre existía la impresión de haber estado alguna vez en alguno de esos caminos de mis distintas vidas.

Tengo muchas vidas, o mejor, muchas máscaras, de distintos colores y tonalidades. Un día aparezco con una sonrisa, rio al caminar, rio al hablar, rio al comer, rio al hablar, rio al bailar, rio al vestirme, rio al verme en el espejo, rio al aparecer ante mí una estúpida mirada del inútil que no sabe sonreír al verme reír.

Otro día estoy burlista, veo una gorda y me burlo de ella y le grito : ¡dame un pedazo de grasa para freír mis dulces melodías a tu encuentro! Me burlo de un cojo, de un manco, de una cara llena de espinillas, de un mendigo, de las arrugas de un viejo o una vieja.

Otro, otro día me visto de un manto tenue, le hago un rito a mí tristeza, la envuelvo de cristal opaco y la guardo para que nadie la observe, es cuando más me encuentro, soy yo, imaginándome muerto, ahogándome en un mar infinito. Busco salida, encuentro una puerta muy estrecha que me imposibilita y no me deja respirar, y al final un llanto.

Otro, otro, otro día mí máscara llamada el super yo, camina sin retroceder, se comporta con rectitud y no acepta ningún placer, ni amor.

Otro, otro, otro, otro día la mejor de las mejores, yo a veces, siendo esto que soy. Y también ¿quién soy? No lo sé, trato de averiguarlo y me aturdo, me gusta esa sensación de no saber ¿qué soy?, a ¿dónde voy? Es toda una adivinanza. Todas estas máscaras envuelven mis locuras, soy feliz de esa forma y no quiero ser cuerdo, ni hoy ni nunca.

Todos los días eran días diferentes, me escondía por horas, días, semanas, meses, para llenar mi vida de fantasías, para luego vaciarla y quitarme una a una esas fantasías. Se asemejaba a un despojo, a un quitarse un peso de encima. Yo disfrutaba mucho de esos momentos porque para mí la vida se detenía durante esas horas, días, semanas, meses, y lo más triste de todo era que cuando regresaba encontraba al mundo igual, ni un inútil cambio, nada se parecía a lo que yo había imaginado. Esto me molestaba porque no me gusta un mundo estático, me gusta un mundo cambiante, como mis máscaras.

Siempre hacía todo lo que mi alma me pedía. Revoloteaban mis pensamientos cuando la luna gritaba, cuando el viento corría y dejaba su silencio detrás de cada rincón de mí cuerpo. Uno a uno de mis miembros se peleaba el mejor de los silencios, el más brillante, el más vibrante, esa lucha me producía muchas cosquillas, reía, reía y terminaba quebrando esos silencios. Y cada uno de los pensamientos iban desapareciendo, dejando sus sensaciones ocultas, para que así cuando vinieran de nuevo hacia mí revitalizaran sus dotes, eso los hacía crecer cada vez más y yo cada día me inundaba más en ellos. Era un solo silencio, uno enorme que me sucumbía en un éxtasis tan profundo el cual imposibilitaba mi presencia, era como una muerte.

Una mirada profunda hecha hacia otra persona, un deseo de poseerla por completo, me lleno de fuerzas y lo logro. Es mía, me pertenecía y yo hacía lo que quería con ella, solo así lograba satisfacer mi alma. Cuando deseo algo debo hacerlo, ya que si no lo hago una sombra negra se apodera de mí y me aturde diciéndome frases horribles y me hace mucho daño. Esto me ahoga, me asfixia y me mata por un silencio.

Esa sombra algunas veces me dice:

Siéntate dentro de mí

Sucumbe en un solo ruido

Quédate lleno de asquerosas ideas

Localiza una leve sonrisa

Y frota tu sutileza amarga

En esos momentos mi yo se comporta distinto, obedece sin pensar, camina de un lado a otro. Los oídos me retumban buscándole sentido a esas frases y no lo hallo. Después de un largo tiempo ya no recordaba ni el aliento de esas frases.

Esa sombra desapareció por mucho tiempo. Sin embargo, la añoraba mucho, pues no quería estar solo. Aunque pudiera hacer lo mío como siempre. Cuando me llenaba de contradicciones, era cuando yo no dejaba de hacer lo que mi alma me imploraba. La luna se tornaba exorbitante. Días de mucha maldad, quién osara pasar por mi parque recibía una cuchillada. Una vez fue así de la siguiente manera: Una joven caminaba en busca de algo, que no sé qué era. Para mí ella era una intrusa, caminaba y creo que pensaba, no hablaba con nadie, solamente caminaba. Caminé hacia ella y le pregunté que qué hacía, y ella respondió: - Nada. Entonces qué piensas, y ella volvió a responder: - Nada.

Era mi palabra preferida NADA. En mí mente revoloteaba esa palabra tan frívola que me atormentaba, nada, nada, nada, nada. Que luego de tenerla tan dentro de mí, comenzaba a gritar y lo que obtenía era el asombro de la otra persona. Ese asombro me molestaba, me enardecía, ya que nadie me entendía el porqué de mis gritos. La sangre me subía a la cabeza y de pronto la mano en el bolsillo, un cuchillo, lo escupía y lo pulía. Sangre, mucha sangre, lo lamía y me deleitaba de ese sabor tan agradable y sutil. Luego me dirigía a otro parque, sin árboles, ni bancos, ni gente, estaba yo solamente. Descansaba hasta el día siguiente, no dormía, no existía para mí el sueño, ni el soñar con paisajes infinitos de caminos lejanos, ni rocas extrañas que guardan recuerdos, ni una flor de cualquier color extraordinario que me brindara su frescura, en fin, siempre estaba despierto.

Al día siguiente, como lo llama la gente ajena a mí, la que detesto, la que no deseo tropezar, la que piensa que el día se acaba, pues para mí no. Ya que para mí siempre existía la luz del mismo día, un día que duraba días enteros, meses quizás, entonces, mi alma estaba ya sobria y locuaz, anhelando de nuevo la exquisitez.

Otro día o quizás el mismo, un solo día, en mi parque, un joven trotaba y caminaba, trotaba y caminaba. Me comencé a poner nervioso, me acerqué y le pregunté:

- Siéntate dentro de mí

- Porque quiero, me respondió el joven.

En mi mente, revoloteaba, quiero, querer, ¿qué es el querer? Será algo así como la nada, nada, nada, nada. De nuevo la mano en el bolsillo, el cuchillo en mi mano y la sangre goteando, salía muy apresurada. Mis manos íntegramente llenas de ese color rojo, rojo oscuro. ¡Oh! ¡Qué exquisitez tan mía! Sentí que volaba y me posé sobre una grama del mismo color que esa sangre. De pronto me encontré camino a casa para despertar hasta el mismo día.

No leía los periódicos, pero sabía que mucha gente de este pueblo infernal estaba alarmada, tomaron precauciones, colocaron carteles por todas partes, avisando del peligro en los parques. Más no pudieron conmigo.

Fueron días de arduo trabajo, ya no eran dos, sino tres, cinco, diez, quince, quizás treinta muertos. Nunca niños ni viejos, pues los niños no conocían la nada y los viejos ya estaban cansados de ella.

Después de tantas muertes, ya no me conformaba con matar solamente a personas, me dispuse a perseguir cada animal, entre ellos conejos, ardillas, cucarachas, que luego me las comía, arañas, perros, gatos, en fin, todos los animales que se tropezaban conmigo en uno de esos de mis caminos. También dependía de la máscara de ese día, sí llovía no había muertos, había soledad, quejas, angustias y soñolencias, me sentía muy mal, no quería esas soledades. Pero no era igual, no existía la misma satisfacción, hasta que me cansé de comer y matar animales, ya que no me decían nunca nada, nada, nada, nada... Y por supuesto otra vez que felicidad tan enorme, sentirla dentro de mi ser, dentro de mi mente, era sensacional.

Pasó un mismo día y estaba lloviendo, cada gota dibujaba mi cuerpo, caían sobre el asfalto, y de pronto, dijeron en voz muy alta NADA, era el sonido de cuatro gotas, una pronunció la ene, otra la a, otra la de y la última repitió a la segunda. Mi mente la repitió muchas veces y la pregunta era siempre la misma ¿Qué es la Nada?, y la respuesta también fue la misma: NADA.